sábado, 3 de agosto de 2019

EL PENÚLTIMO LANCE.

Pescador con mosca.  

 Algo bajo las ramas de una vieja salguera se ha cebado, una cebada muy sutil, casi imperceptible para un neófito. Intento meter mi pequeña emergente allí mismo, pero... ¡uf!, no es fácil. La postura de la trucha está protegida por la salguera, tan tupida que sus ramas rozan continuamente la superficie del agua. A mis espaldas, una añosa y secular palera rodeada de arbustos de mil especies: zarzas, plantas trepadoras, plantas herbáceas de grandes dimensiones, rosales silvestres... todas apiñadas y entremezcladas en harmoniosa anarquía que hacen imposible cuantas tentativas por conseguir un lance normal, solo puedo hacer un lance rodado y rezar que al primer intento salga bien y, ¡ho! ¡Suerte!, el lance ha sido casi perfecto, la presentación y la deriva son buenas.

¡Qué satisfacción me producen estas cosas! En esos momentos parece entrar uno en una especie de éxtasis, algo así como entrar en un estado placentero de exaltación emocional donde río, trucha y mosca somos la misma cosa a la vez. Repentinamente, algo rompe la superficie del agua y coge mi mosca, clavo y ... ¡tengo una locomotora al otro extremo de la línea!, ¡parece grande!, zigzaguea de una orilla a otra, como desorientada y sorprendida a la vez, intentando buscar algún elemento sólido donde poder desprenderse del engaño. 

Mi brazo, el que sujeta la caña, parece el de un niño, se mueve de un lado a otro como el péndulo de un reloj, al ritmo que marca la trucha sin que pueda hacer nada por evitarlo. Intento llevarla hacia el centro del río, pero ella se resiste, el puntal se arquea como una vilorta, parece como si fuera a romperse en cualquier momento, finalmente hace bien su trabajo y consigo mi propósito. Conozco estas truchas, no en vano llevo más de cincuenta años detrás de ellas y sé que en cualquier momento te la pueden liar.

Sigue la pelea... me saca línea sin cesar y realiza un par de espectadores cabriolas en el aire intentando desprenderse del anzuelo. Rápidamente, bajo la caña para amortiguar en lo posible el impacto de la trucha sobre la superficie del agua. Al caer, puedo oír el tremendo estrépito que produce su cuerpo al entrar de nuevo en el agua, parece que la trucha diese una sonora bofetada al río por dejarme pescar en sus aguas.

De nuevo otra vez la línea zigzaguea de una orilla a otra, parece como si estuviera al otro extremo al mismísimo diablo disfrazado de trucha. Cada segundo que pasa se acrecienta la sensación de que en cualquier momento puedo perderla. Empiezo a sentirme algo excitado, por no decir que me está acongojando, pero aún puedo mantener firme mi brazo. Pasa el tiempo y los segundos se hacen interminables. Ahora empiezo a sentir el brazo agarrotado, como si me faltaran fuerzas para mantener la línea en tensión y no puedo dejar que se salga con la suya, yo soy más inteligente que ella.

Después de un rato de tiras y aflojas, la trucha comienza a mostrar síntomas de fatiga. Definitivamente, parece querer dar por perdida la batalla. La emoción del momento me embarga por dentro, ni siquiera me quedan fuerzas para descolgar la sacadera que llevo a mis espaldas, pero al final lo consigo. Casi en la misma orilla intento meterla en la sacadera e, inesperadamente emprende otra carrera más hacia un tronco semisumergido en la otra orilla aguas abajo, a unos doce o catorce metros de mi posición. En un santiamén se desprende de la mosca y me deja con una cara de bobalicón que prefiero no describir. ¿Cómo sabía la muy zorra fingir que estaba agotada? Y, ¿cómo sabía que estaba ese tronco allí?

Afortunadamente, mi vida siempre ha estado llena de estos peces mágicos, peces que cualquier pescador con mosca le gustaría recordar y que van creando dentro de uno mismo su propia leyenda, su propia historia. Esos peces no tienen que ser necesariamente los más grandes, sino que simplemente me hacen recordar anécdotas, situaciones personales. Son como una especie de hitos en mi existencia, que mi mala cabeza utiliza para señalar unas y otras épocas de mi vida como pescador de truchas.

-¡Qué hermosa es la pesca con mosca!, "tan parecida a las matemáticas que nunca se puede aprender por completo" anotó Izaak Walton en su libro "The Compleat Angler".

Estéticamente hablando, un lance rodado es difícil de superar, metros y metros de línea que el pescador con mosca maneja con aplomo de hechicero. Hay una belleza increíble cuando se consigue hacerlo de manera correcta, la línea sale frente a ti como por arte de magia para llevar la mosca al lugar deseado, y posarla tan suavemente como lo haría una mota de polen que cae al agua.

El Curueño. 

Esta temporada me despido de los ríos naturales por debajo de La Vecilla, en el Curueño, y como viene siendo habitual en las últimas temporadas, salvo alguna honrosa excepción como la de hoy, pocas truchas y pequeñas. Sin embargo, debo confesar que cuando la casualidad me depara experiencias como la vivida hoy con nuestra amiga "pintona", siento algo dentro de mí que refresca mi alma y reanima mi apagada inspiración, porque sinceramente, a mis años y teniendo en cuenta la grave situación de abandono por la que atraviesan la mayoría de nuestros ríos, tengo fundados motivos para jubilarme de la pesca. 

Antes me decían los compañeros: ¿Quieres venir a pescar? La contestación siempre era afirmativa, cogía los bártulos de pesca y lo mismo me importaba ir a pie que en bicicleta, de madrugada que al sereno, lloviendo o nevando.

Hoy ya es otra cosa:

- ¿Quieres venir a pescar a tal río?

 - ¿Hay que andar mucho?

- Nada, se llega con el coche hasta la misma orilla.

- ¿Se come bien por esa zona?

- catorce platos y siete postres.

- Entonces cuenta conmigo.

¿No es esto la decadencia?, ¿No es esto pedir a voz en grito la jubilación?

El Curueño, entre La Cándana y La Vecilla.

Sigo pensando, que la pesca tal como la concibe el pescador de pan y cebolla, es hoy más que nunca una excusa para salir de casa, para evadirse de lo cotidiano y disfrutar del sosiego y la tranquilidad que le brindan estos parajes naturales, de su belleza y del espectáculo de vida que le ofrecen, porque la pesca amigo es también rumor de la corriente, es brisa vespertina que hace bailar las hojas de los árboles, es el mirlo acuático sorprendiéndonos con su rápido vuelo al ras del agua, o efectuando zambullidas para capturar invertebrados con que alimentar a sus crías, es el martín pescador que otea sus presas desde una rama o se torna en una flecha cobalto metalizada que irrumpe veloz en nuestro campo visual, a veces defendiendo vigorosamente su territorio con vocalizaciones estridentes que se oyen desde muy lejos. 

Son los vuelos rasantes de las golondrinas con sus alegres chillidos mojando sus pechugas en los remansos del río. Es fragancia de flor en primavera que se abre a la caricia del sol que despunta. Es el vuelo del mosquitero que sube en vertical hacia el cielo para luego regresar a la rama de donde partió con su presa en el pico. Es el escandaloso cacareo del mirlo negro sorprendido a nuestro paso mientras sale volando al ras del suelo. Son las largas e inconfundibles sesiones del cuco al mediodía, el monótono y acompasado canto de los grillos en busca de compañera en los atardeceres veraniegos, o las canciones de amor de las ranas antes de la puesta del sol. 

Es el canto sobrecogedor, ululante y trémulo de la coruja en los atardeceres tenebrosos. Es el vientecillo limpio y fresco de las mañanas apacibles de septiembre y octubre que refrescan las mejillas y transportan sonidos que no tienen voz, sonidos armoniosos que suspiran en las hojas de los chopos, que palpitan en las moléculas de luz. Es el perfume del hermoso roble, o el olor del agua que se difunde en el aire desde el cercano salto del río. Son los días de cielo melancólico y viento otoñal de finales de temporada, cuando el ábrego azota y arremolina las amarillentas hojas cayendo algunas al agua y provocando ondulantes círculos donde se reflejan los panoramas de la NATURALEZA con sus seducciones y el firmamento con sus bellezas.

 El Curueño.

No, no es tan sencillo para un pescador con mosca jubilarse de la pesca, porque nosotros los pescadores necesitamos para la vida el contacto con la naturaleza, con el aire purísimo, con el río, con las truchas aunque sean pocas y pequeñas. Necesitamos sentir la caña en la mano, la dulzura de los lances, las suaves posadas, las duras peleas con las truchas que hagan palpitar el corazón. Necesitamos también la buena compañía, los saludables razonamientos: líneas, moscas, cañas, ríos... así como los calmados paseos por el río, la bella pesca sin caña y por supuesto, los buenos y agradables artículos de pesca.

Ahora que puedo analizar mi vida como pescador con mosca en esta calurosa tarde de verano, me doy cuenta de lo rápido que me está arrastrando esta pasión. No necesito competir con nadie, ni sacar un pez todos los días para ser feliz, es algo tan venenoso que me permite ir uno u otro día, muchas veces, sin siquiera sacar la caña, otras me basta rondar ese pez, estudiarlo, comprenderlo, y luego, solo luego, intentar pescarlo.

El Curueño.
 
Aguas abajo de La Vecilla.